La despertó un golpe en la puerta, como todas las mañanas desde que dormía ahí. Abrió los ojos, miró el reloj, que marcaba la misma hora que todos los días anteriores, y se irguió entre el torbellino de sábanas y frazadas en que se había convertido su lecho, tras otra noche de sueños violentos. Sacudió la cabeza, se levantó, se puso un abrigo grueso y se tomó un vaso de agua que encontró en la mesa. Luego, echó a andar. Esa mañana, igual que la anterior, estaba perfumada de frío. Sintiendo el filo de la escarcha y del pasto congelado bajo las suelas de sus pantuflas con garras, apuró el paso, hasta que llegó a aquella puerta de madera añeja, que alguna vez había sido verde. Golpeó tres veces, ya sin un solo asomo de timidez. Después de tanto tiempo, no podía darle miedo. Contestó una voz grave y lejana, a la que ella preguntó, con una voz llena de catarro y resfrío, si hoy podría o no, de una vez, llevarse los restos del perro. La voz, igual que todas las mañanas, le contestó fríamente.
-En otro tiempo- dijo.
Ella dio media vuelta, como todas las mañanas, con una mueca de odio, y se alejó. Volvió a la cama, que todavía estaba tibia, y se acostó, una vez más, a descansar.
martes, 4 de mayo de 2010
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